Terco como soy, entré en el circo para comprar la tristeza del payaso, pero el domador de ilusiones sólo quiso vender la caricatura de su sonrisa. De allí, fui hasta la maternidad para comprar un poquito de ternura. La partera de turno me dijo que tal sentimiento sólo es encontrable en el útero de algunos poemas.
Entonces, frente al dilema de parar o seguir, decidí continuar la búsqueda, porque deseaba mandar un regalo que significase algo más que una pequeña muestra de afecto. Sí, busqué algunos gritos de felicidad, pero sólo encontré gemidos de segunda mano.
Intenté encontrar suspiros de placer, pero el tendero sólo tenía silencios que no paraban de gritar. Revolví todos los estantes buscando un vino añejo hecho de sudor nacido en el deseo y de lágrimas lloradas en la emoción del encuentro, pero apenas hallé botellas vacías que pacientemente esperaban por la mano que las llene.
Y así, de estante en estante, de tienda en tienda, de barrio en barrio, agoté todas las posibilidades, ya que en la ciudad solo sobraron sin mácula las esquinas de la vida, las plazas de la esperanza, los árboles impávidos, y los nidos sin candado en los que habitan los pájaros sin tristeza.
Por eso, no tuve otra alternativa. Ojalá que puedas usar la esquina que te mando para esperar sin temor a que el semáforo de la felicidad se ponga verde de alegría; la plaza, para que en ella puedas deshojar la alegoría de tus sueños en flor, recitando mariposas de todos los colores; los árboles, para que den sombra a la inspiración, siempre que ella visite el jardín de tu memoria; los nidos, para que en ellos florezca el gorjeo que tu sensibilidad entone en prosa y verso; y los pájaros felices, para que sobrevuelen los paisajes que tu imaginación cincele en sus retinas.
Fue lo único que encontré para mandarte. Sé que es muy poco, poquísimo, pero, como traté de explicarte, fue lo único que encontré para mandarte.
Bruno Kampel